Encontramos éste artículo y consideramos que es de suma importancia, luego de leerlo creo que muchas nos sentiremos identificadas, bien por nosotras mismas, bien por nuestras parejas o bien por nuestras amigas. (glp)
Por Victoria García
A nosotras... que nos quisimos tanto
Cinco años atrás, en un país que era el mío
Hacía frío en aquella mañana de agosto. Los árboles estaban casi desnudos, los eucaliptos viejos con sus raíces profundas rasgando las veredas. Tu bufanda fucsia, tu saco largo negro y mis manos frías y sudorosas sintiendo lo mismo que aquel día en que caminé con mamá rumbo a la escuela en mi primer día de clase. Tus manos apretaban las mías, jugaban con la excusa de mitigar el frío. En realidad, sólo intentaban darme valor. A pesar de esto, mis piernas temblorosas confirmaban el miedo instalado en mi garganta, en mi estómago, en mi mente. Treinta y cuatro años para llegar a la primera vez.
Podía contar cada árbol que veía desde la ventana del taxi, y sentir un cosquilleo entumecido entre mis dedos flacos.
Había escuchado tantas veces a mis amigas en la preparatoria hablar de su primera vez. Algunas manifestaban la vergüenza de haber tenido que desnudarse frente a alguien nuevo y casi desconocido. Otras, la molestia de ser invadidas por un objeto extraño a su cuerpo y por tener que abrirse relajadamente, sabiendo que serían penetradas sin amor. Más de una confirmó que, para una mujer, su primera vez nada tenía que ver con una fantasía gratificante o cómoda. Y que el estrés provocado les había impedido tener una buena experiencia. Todos estos recuerdos de mis diecisiete años adolescentes, venían a mi mente mientras el taxi acortaba camino.
La ternura de tus ojos me envolvía hasta protegerme, como la sonrisa de mamá al verme llorar cuando pasé el umbral del salón en mi primer día de clase escolar. Tu sonrisa dibujada con perfección tenía la firma de la mano de Dios, el sello de la bondad. Y ese era el mejor regalo a mi valentía de vivir. Sin embargo, eras la culpable de mi actual tormento.
¿Por qué razón tenías que dejarme pasar este miedo y esta vergüenza atroz?, ¿por qué razón no comprendías mi negación continúa?, ¿cuántas veces debía explicarte que yo no deseaba ser mujer?
La excusa de tu actitud era que esto era un acto de amor. Así le llamaste, “una prueba del amor que sientes por mí”. “Vic, si me amas, debes darme esta prueba de amor”, y sonreíste maternalmente, igual que mamá cuando me dijo: “Vic, ya eres toda una mujercita. Hoy irás a tu primer día de clase” y acomodó mi corbata azul.
¡Te adoraba! No dudé mucho en darte el “SI” y dejar en ti la decisión de una cita, día, fecha, hora. Entonces elegiste una fría mañana de agosto, y ahí llegamos: dos eucaliptos frente a la puerta de entrada y un montón de baldosas levantadas en la acera. El cartelito de madera labrado leía: “Clínica de la Mujer Unión”.
¡Qué diablos hacía yo ahí, si nunca en mi vida me había sentido realmente una mujer, a pesar de que mamá creyera la contrario, yo solamente era una nena con mente de nene! Y en ese instante supe de los miedos escondidos: El pánico a dejar el juego del eterno machito interior; reconocer la ausencia del pene que nunca tuve y la falta de los espermas que jamás te embarazarían; aceptar que solo es la imaginación de hacerte sentir más que tu propio marido de díez años; asumir que mi cuerpo tenía vagina, óvulos, ovarios, trompa de Falopio y útero por más que yo fantaseara con un par de huevos cuando me masturbabas; dejar el juego que tanto te gustaba cuando hacíamos el amor; dejar obligadamente por un momento, el ser quien creía ser y enfrentar la realidad de lo que no quería ser, el saber que era también mujer (lo demás, ¡puro cuento!); aceptar que sólo era un cuento creerme Don Juan cuando tus ojos llenos de placer entregaban tus orgasmos en mis manos. Sí, definitivamente al entrar allí dejaba de ser ese machito que tanto te gustaba imaginar en mí y que tanto me había creído yo.
El abrir de piernas anual a un ser desconocido, llamado ginecólogo, no era para mí. Eso era para las mujeres como tú, que se casan y sueñan con ser mamá. Realmente, ¿cuándo creíste que yo era mujer?, ¿a caso no te conté que mi papá estaba frustrado porque jamás jugué con las muñecas que me regaló?, ¿que desgarré el vestido rosado con botones dorados que mi mamá me había puesto para ir a misa un domingo, porque yo odiaba las faldas y ella no lo entendía?, ¿que quería ser trailero para viajar por el mundo en un trailer y amar muchas chicas?, ¿que nunca pude jugar a las mamás sin dejar de ser yo el papá, ni a las enfermeras sin dejar de ser yo el doctor?. ¿Te enamoraste por mis actitudes de mujer fatal o por mi espíritu masculino?
“Clínica de la mujer”, y ¡¿qué tengo yo de mujer?! Pero ahí estamos las dos. En la sala de espera que se convierte en una sala de tortura, entre las mujeres embarazadas y los llantos de niños pequeños que taladran mis oídos de mujer sin instinto de llevar un bebé en el vientre durante nueve meses. Yo, obligadamente sintiéndome la peor de todas cuando me preguntas: “Vic, ¿cómo es posible que jamás te hicieron un Papanicolaou?”
El único “papá” conocido era el mío, y no se llamaba Nicolaou; así que, ¿cómo explicarte? Mejor te miro con mezcla de vergüenza, ignorancia y miedo, y digo, “y no sé. . . ¡Yo qué sé! Jamás pensé en venir. Si nunca me dolió nada, además esto es cosa de mujeres; ¡yo no soy mujer!”
Ya estoy ahí, no puedo escapar. Una señora chilena con sonrisa bonachona sentada tras un escritorio de metal escucha atentamente tu petición de estar a mi lado para infundirme valor, pues es mi primera vez. Te presentas como mi pareja y parece no asombrarse mucho. Me parece extraña su actitud, ¿acaso las lesbianas iban al ginecólogo y yo no sabía? Quizá esta señora esté más acostumbrada que otras doctoras.
Para aflojar mis nervios me habla de su país, y tú le cuentas que yo viajé mucho por el sur de Chile. Así que como partido de ping pong se pasan la pelotita por arriba de la red; no digo ni palabra al respecto. Luego de este preámbulo comienza el interrogatorio:
-“¿Edad?”
-“34”, acomodo mis piernas cruzadas a lo John Wayne.
-“¿Métodos anticonceptivos
usados?”
-“Ninguno. Soy lesbiana; no uso condón”, respondí riendo entre nerviosa y canchera; pero parece que mi chiste no le gustó mucho.
-“¿Última relación sexual?” Te miro y te ríes cómplice.
-“Pues la noche anterior”, digo, recordando que se suponía no debía tener relaciones sexuales la noche anterior para no tener flujo vaginal durante el examen.
-“¿A qué edad tuvo su primer relación sexual?”
-“A los diecisiete, creo”, pues nunca me quedó claro la edad.
-“¿A qué edad tuvo su primer menstruación?”, anota y llena casilleros.
-“Creo que a los 15”, y me acuerdo cuando creía que estaba con alguna enfermedad porque no me paraba la sangre ahí abajo. Ese ignorante de mi padre que nunca me explicó nada y mamá que no estaba ya a mi lado para responderme justo en la edad más complicada: mi adolescencia. Y a falta de ella, las vecinas son buenas para decir: ‘Bueno nena, ya no podés andar jugando con los varones porque te pueden hacer un hijo!’
-“¿Cuántas parejas sexuales ha tenido?” Y ahí sí, me mata la pregunta.
-“No sé, nunca las conté”. Por arriba de los lentes me mira; te mira. Me miras; te miro.
-“¿No sabe con cuántas personas tuvo sexo en su vida?”
-“Y no, tengo mala memoria” y ya quiero que me trague la tierra; pero en Montevideo es imposible, no existen los terremotos, ¡pucha!
Esta mujer no entiende que en cuánto más mujeres uno tenga en su vida, más machito es; se trata de un cuadro de honor y prestigio.
-“Bueno, ¿más de cinco?”
-“Sí”.
-“¿Más de diez?”
-“Sí”.
Y la mujer creo se da por vencida y siento tu molestia al escuchar mi respuesta. Te quiero hablar con la mirada, ‘Si hubieras aparecido antes, no hubiesen sido tantas, te estaba buscando, amor. Solo quería encontrarte y quedarme contigo’.
Pero tengo que subirme a la camilla, sacarme la ropa, abrir las piernas y siento que no soy yo. ¡Yo no me abro de piernas! Por algo siempre supe que jamás tendría hijos; pobres mujeres. Bueno, será sólo esta vez, la primera vez; total es por amor.
Pierdo un poco la noción del tiempo cuando miro como se coloca sus guantes, como agarra el espéculo y, ya, siento que me voy a desmayarme.
Cinco años más tarde en otro país que no es el mío
Hoy es una templada mañana de octubre, día de tu cumpleaños. Aquí no hay Eucaliptos con raíces profundas ni veo árboles alrededor, sólo cemento por todos lados y largas limusinas. Las baldosas están perfectamente alineadas, y mi bicicleta me espera en el parquímetro exactamente en la puerta de entrada.
¿Dónde habrá quedado tu saco largo negro y tu bufanda fucsia? Mis manos sin tus manos metidas en los bolsillos. No veo tu mirada tierna intentando protegerme ni la firma de Dios en tu sonrisa perfecta. Mamá tampoco está conmigo para acompañarme en este camino a casa.
Acabo de salir de un edificio muy lujoso de diez pisos con vidrios espejados.
A mi espalda se lee un cartelito de bronce muy brillante “Beverly Hills Diagnostic Cancer Center”. No siento miedo al abrir el sobre con el resultado del ultrasonido; tampoco ansiedad, pero prefiero abrirlo ahora antes de seguir camino. Nadie será testigo de mi valor ni de mi debilidad cuando necesite el abrazo que me diga “No estás sola”. Me haz enseñado a estar sin vos, como mamá me enseñó a estar sin ella. Y puedo saber que ese abrazo vendrá del cielo o de mí misma.
“Tumor” leen mis ojos nublados, “lado derecho del útero… 8 cm”.
“Tumor” escucha mi mente en silencio. ¿ Me quedará poco tiempo de vida?
“Tumor” y se me viene aquella mañana helada de agosto en Montevideo rumbo a mi primera visita con el ginecólogo. Siento tus manos apretando las mías, veo la sonrisa de mamá. La firma de Dios en su sonrisa perfecta.
¡Mierda!, ¡quién me manda a ser mujer!.
“Vic, hay que ir al ginecólogo una vez al año”, y tu ternura me abraza. “Vic, dame la prueba de tu amor, vamos al ginecólogo juntas”.
Y tenías razón.
Publicado por cortesía de “Impacto!” APLA, CA.
(Fuente: usuarios.lycos.es/divinapradera/)
A nosotras... que nos quisimos tanto
Cinco años atrás, en un país que era el mío
Hacía frío en aquella mañana de agosto. Los árboles estaban casi desnudos, los eucaliptos viejos con sus raíces profundas rasgando las veredas. Tu bufanda fucsia, tu saco largo negro y mis manos frías y sudorosas sintiendo lo mismo que aquel día en que caminé con mamá rumbo a la escuela en mi primer día de clase. Tus manos apretaban las mías, jugaban con la excusa de mitigar el frío. En realidad, sólo intentaban darme valor. A pesar de esto, mis piernas temblorosas confirmaban el miedo instalado en mi garganta, en mi estómago, en mi mente. Treinta y cuatro años para llegar a la primera vez.
Podía contar cada árbol que veía desde la ventana del taxi, y sentir un cosquilleo entumecido entre mis dedos flacos.
Había escuchado tantas veces a mis amigas en la preparatoria hablar de su primera vez. Algunas manifestaban la vergüenza de haber tenido que desnudarse frente a alguien nuevo y casi desconocido. Otras, la molestia de ser invadidas por un objeto extraño a su cuerpo y por tener que abrirse relajadamente, sabiendo que serían penetradas sin amor. Más de una confirmó que, para una mujer, su primera vez nada tenía que ver con una fantasía gratificante o cómoda. Y que el estrés provocado les había impedido tener una buena experiencia. Todos estos recuerdos de mis diecisiete años adolescentes, venían a mi mente mientras el taxi acortaba camino.
La ternura de tus ojos me envolvía hasta protegerme, como la sonrisa de mamá al verme llorar cuando pasé el umbral del salón en mi primer día de clase escolar. Tu sonrisa dibujada con perfección tenía la firma de la mano de Dios, el sello de la bondad. Y ese era el mejor regalo a mi valentía de vivir. Sin embargo, eras la culpable de mi actual tormento.
¿Por qué razón tenías que dejarme pasar este miedo y esta vergüenza atroz?, ¿por qué razón no comprendías mi negación continúa?, ¿cuántas veces debía explicarte que yo no deseaba ser mujer?
La excusa de tu actitud era que esto era un acto de amor. Así le llamaste, “una prueba del amor que sientes por mí”. “Vic, si me amas, debes darme esta prueba de amor”, y sonreíste maternalmente, igual que mamá cuando me dijo: “Vic, ya eres toda una mujercita. Hoy irás a tu primer día de clase” y acomodó mi corbata azul.
¡Te adoraba! No dudé mucho en darte el “SI” y dejar en ti la decisión de una cita, día, fecha, hora. Entonces elegiste una fría mañana de agosto, y ahí llegamos: dos eucaliptos frente a la puerta de entrada y un montón de baldosas levantadas en la acera. El cartelito de madera labrado leía: “Clínica de la Mujer Unión”.
¡Qué diablos hacía yo ahí, si nunca en mi vida me había sentido realmente una mujer, a pesar de que mamá creyera la contrario, yo solamente era una nena con mente de nene! Y en ese instante supe de los miedos escondidos: El pánico a dejar el juego del eterno machito interior; reconocer la ausencia del pene que nunca tuve y la falta de los espermas que jamás te embarazarían; aceptar que solo es la imaginación de hacerte sentir más que tu propio marido de díez años; asumir que mi cuerpo tenía vagina, óvulos, ovarios, trompa de Falopio y útero por más que yo fantaseara con un par de huevos cuando me masturbabas; dejar el juego que tanto te gustaba cuando hacíamos el amor; dejar obligadamente por un momento, el ser quien creía ser y enfrentar la realidad de lo que no quería ser, el saber que era también mujer (lo demás, ¡puro cuento!); aceptar que sólo era un cuento creerme Don Juan cuando tus ojos llenos de placer entregaban tus orgasmos en mis manos. Sí, definitivamente al entrar allí dejaba de ser ese machito que tanto te gustaba imaginar en mí y que tanto me había creído yo.
El abrir de piernas anual a un ser desconocido, llamado ginecólogo, no era para mí. Eso era para las mujeres como tú, que se casan y sueñan con ser mamá. Realmente, ¿cuándo creíste que yo era mujer?, ¿a caso no te conté que mi papá estaba frustrado porque jamás jugué con las muñecas que me regaló?, ¿que desgarré el vestido rosado con botones dorados que mi mamá me había puesto para ir a misa un domingo, porque yo odiaba las faldas y ella no lo entendía?, ¿que quería ser trailero para viajar por el mundo en un trailer y amar muchas chicas?, ¿que nunca pude jugar a las mamás sin dejar de ser yo el papá, ni a las enfermeras sin dejar de ser yo el doctor?. ¿Te enamoraste por mis actitudes de mujer fatal o por mi espíritu masculino?
“Clínica de la mujer”, y ¡¿qué tengo yo de mujer?! Pero ahí estamos las dos. En la sala de espera que se convierte en una sala de tortura, entre las mujeres embarazadas y los llantos de niños pequeños que taladran mis oídos de mujer sin instinto de llevar un bebé en el vientre durante nueve meses. Yo, obligadamente sintiéndome la peor de todas cuando me preguntas: “Vic, ¿cómo es posible que jamás te hicieron un Papanicolaou?”
El único “papá” conocido era el mío, y no se llamaba Nicolaou; así que, ¿cómo explicarte? Mejor te miro con mezcla de vergüenza, ignorancia y miedo, y digo, “y no sé. . . ¡Yo qué sé! Jamás pensé en venir. Si nunca me dolió nada, además esto es cosa de mujeres; ¡yo no soy mujer!”
Ya estoy ahí, no puedo escapar. Una señora chilena con sonrisa bonachona sentada tras un escritorio de metal escucha atentamente tu petición de estar a mi lado para infundirme valor, pues es mi primera vez. Te presentas como mi pareja y parece no asombrarse mucho. Me parece extraña su actitud, ¿acaso las lesbianas iban al ginecólogo y yo no sabía? Quizá esta señora esté más acostumbrada que otras doctoras.
Para aflojar mis nervios me habla de su país, y tú le cuentas que yo viajé mucho por el sur de Chile. Así que como partido de ping pong se pasan la pelotita por arriba de la red; no digo ni palabra al respecto. Luego de este preámbulo comienza el interrogatorio:
-“¿Edad?”
-“34”, acomodo mis piernas cruzadas a lo John Wayne.
-“¿Métodos anticonceptivos
usados?”
-“Ninguno. Soy lesbiana; no uso condón”, respondí riendo entre nerviosa y canchera; pero parece que mi chiste no le gustó mucho.
-“¿Última relación sexual?” Te miro y te ríes cómplice.
-“Pues la noche anterior”, digo, recordando que se suponía no debía tener relaciones sexuales la noche anterior para no tener flujo vaginal durante el examen.
-“¿A qué edad tuvo su primer relación sexual?”
-“A los diecisiete, creo”, pues nunca me quedó claro la edad.
-“¿A qué edad tuvo su primer menstruación?”, anota y llena casilleros.
-“Creo que a los 15”, y me acuerdo cuando creía que estaba con alguna enfermedad porque no me paraba la sangre ahí abajo. Ese ignorante de mi padre que nunca me explicó nada y mamá que no estaba ya a mi lado para responderme justo en la edad más complicada: mi adolescencia. Y a falta de ella, las vecinas son buenas para decir: ‘Bueno nena, ya no podés andar jugando con los varones porque te pueden hacer un hijo!’
-“¿Cuántas parejas sexuales ha tenido?” Y ahí sí, me mata la pregunta.
-“No sé, nunca las conté”. Por arriba de los lentes me mira; te mira. Me miras; te miro.
-“¿No sabe con cuántas personas tuvo sexo en su vida?”
-“Y no, tengo mala memoria” y ya quiero que me trague la tierra; pero en Montevideo es imposible, no existen los terremotos, ¡pucha!
Esta mujer no entiende que en cuánto más mujeres uno tenga en su vida, más machito es; se trata de un cuadro de honor y prestigio.
-“Bueno, ¿más de cinco?”
-“Sí”.
-“¿Más de diez?”
-“Sí”.
Y la mujer creo se da por vencida y siento tu molestia al escuchar mi respuesta. Te quiero hablar con la mirada, ‘Si hubieras aparecido antes, no hubiesen sido tantas, te estaba buscando, amor. Solo quería encontrarte y quedarme contigo’.
Pero tengo que subirme a la camilla, sacarme la ropa, abrir las piernas y siento que no soy yo. ¡Yo no me abro de piernas! Por algo siempre supe que jamás tendría hijos; pobres mujeres. Bueno, será sólo esta vez, la primera vez; total es por amor.
Pierdo un poco la noción del tiempo cuando miro como se coloca sus guantes, como agarra el espéculo y, ya, siento que me voy a desmayarme.
Cinco años más tarde en otro país que no es el mío
Hoy es una templada mañana de octubre, día de tu cumpleaños. Aquí no hay Eucaliptos con raíces profundas ni veo árboles alrededor, sólo cemento por todos lados y largas limusinas. Las baldosas están perfectamente alineadas, y mi bicicleta me espera en el parquímetro exactamente en la puerta de entrada.
¿Dónde habrá quedado tu saco largo negro y tu bufanda fucsia? Mis manos sin tus manos metidas en los bolsillos. No veo tu mirada tierna intentando protegerme ni la firma de Dios en tu sonrisa perfecta. Mamá tampoco está conmigo para acompañarme en este camino a casa.
Acabo de salir de un edificio muy lujoso de diez pisos con vidrios espejados.
A mi espalda se lee un cartelito de bronce muy brillante “Beverly Hills Diagnostic Cancer Center”. No siento miedo al abrir el sobre con el resultado del ultrasonido; tampoco ansiedad, pero prefiero abrirlo ahora antes de seguir camino. Nadie será testigo de mi valor ni de mi debilidad cuando necesite el abrazo que me diga “No estás sola”. Me haz enseñado a estar sin vos, como mamá me enseñó a estar sin ella. Y puedo saber que ese abrazo vendrá del cielo o de mí misma.
“Tumor” leen mis ojos nublados, “lado derecho del útero… 8 cm”.
“Tumor” escucha mi mente en silencio. ¿ Me quedará poco tiempo de vida?
“Tumor” y se me viene aquella mañana helada de agosto en Montevideo rumbo a mi primera visita con el ginecólogo. Siento tus manos apretando las mías, veo la sonrisa de mamá. La firma de Dios en su sonrisa perfecta.
¡Mierda!, ¡quién me manda a ser mujer!.
“Vic, hay que ir al ginecólogo una vez al año”, y tu ternura me abraza. “Vic, dame la prueba de tu amor, vamos al ginecólogo juntas”.
Y tenías razón.
Publicado por cortesía de “Impacto!” APLA, CA.
(Fuente: usuarios.lycos.es/divinapradera/)
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