(Por Patricio Lennard).- El término bareback (montar sin silla o a pelo) circula hace unos años en el seno de la comunidad gay masculina para dar cuenta de los actos sexuales sin preservativo. Hoy ya es posible hablar de una subcultura, especie de lado B de la buena conciencia gay frente al tema del sida, cuyo lema consiste en reivindicar el sexo sin protección.
Entre el grito de placer, el gesto de rebeldía y la inconsciencia sanitaria, esta práctica crece y se hace oír en las imágenes de la pornografía que ha dejado de usar condón, en los saunas, en reuniones privadas y en páginas de Internet donde esta nueva comunidad se aglutina. La ilusión de que enfermarse puede llegar a ser sexy contribuye a posicionar nuevamente a las personas gays en los estigmatizantes “grupos de riesgo”.
Para asustarnos mejor, el fantasma del sida ha tenido encarnaciones. Una de ellas, digamos, es el Hombre de la Aguja: el enfermo que deja jeringas con sangre infectada en lugares insospechados para escarmentar a los sanos. Agujas hipodérmicas dispuestas en la ranura para las monedas de un teléfono público. O en la butaca del cine. O en la arena de la playa. Y que sus víctimas pisan, o se les sientan encima, o se las clavan en el dedo como en el cuento la Bella Durmiente del bosque.
Está claro que en el mito del enfermo de sida deseoso de transmitir su enfermedad hay un trasfondo moralizante, cierto afán de estigmatizar y, sobre todo, morbosidad paranoica. No en vano, cada tanto, alguien echa a correr la noticia de que atraparon en los Estados Unidos a un hombre poniendo sangre infectada en el ponche en una fiesta de graduación, o inyectando envases de ketchup en un supermercado en Alemania. Y todo porque se omite el detalle de que el virus apenas si puede sobrevivir fuera del cuerpo unos pocos segundos, del mismo modo en que algunos insisten en imaginarlo como un bichito pérfido capaz de atravesar, en una relación sexual, los poros microscópicos que hay supuestamente en el látex.
Hace ya un tiempo, una variante de ese mito asociado con el sida ha tomado por asalto el imaginario de los homosexuales: la existencia de personas que buscan contagiarse a propósito y establecer con aquellos que han aceptado contagiarlos un vínculo de “paternidad”, como si el traspaso del virus imitara la conversión que en la literatura los vampiros hacen con su propia sangre. Mito a través del cual se ha dado a conocer la subcultura bareback, ese lado B de la buena conciencia gay, cuyo lema consiste en reivindicar el sexo sin preservativo, desoyendo el discurso de prevención con respecto al VIH.
Un fenómeno que ha dado por tierra con la regla de oro que la industria del porno gay supo imponerse luego de la irrupción del sida, a principios de la década del ’80, que consistía en acordar en las escenas de sexo anal el uso de preservativo (hoy en el 60 por ciento de las películas porno gay que se filman en el mundo no se toma ese recaudo), y que viene expandiéndose también a la par de foros y páginas de contactos en Internet (como www.barebackrt.com, la primera página exclusiva para barebackers) en donde se promueve y reivindica esta forma de tener sexo. Algo que además de contradecir lo que se ha hecho históricamente desde la comunidad gay para alertar sobre los peligros del VIH puede resultar aún más sorprendente si se tiene en cuenta que la mayoría de quienes lo practican son portadores del virus.
No es casual, entonces, que la atención de los medios hacia el fenómeno se haya relamido tanto con su parte más morbosa. Haciendo foco en la jerga con la que el contagio es representado mediante las metáforas del embarazo o la fecundación, y a quien contagia (gift giver o “dador del regalo”) como alguien que asume su paternidad sobre aquel que ha aceptado el virus como un don (bug chaser o “cazador del bicho”) en un intercambio de común acuerdo, el bareback ha sido asociado, en la mayoría de los casos, con el libertinaje sexual y la indiferencia total frente al riesgo. Incluso, como algunos militantes de la causa pretenden, comportaría un desafío al statu quo. Una burla al deseo de casarse y tener hijos de tantos homosexuales que se vería reflejada, cínicamente, en esas postales seudofamiliares que se heredarían junto al tipo de cepa.
Ultimo avatar del mito del “gay fuera de la ley”, el bareback tiende así a elaborar una figura de la trasgresión que mina las mensajes de prevención del VIH, fetichizando no sólo el sexo sin condón sino también el intercambio de fluidos. Pero de ahí a creer que todo se reduce a personas para las cuales contagiarse o contagiar puede ser parte de un ritual de iniciación hay una gran diferencia. Aunque precisamente allí es donde el discurso homofóbico se planta para denunciar el riesgo que los gays han pasado a constituir incluso para sí mismos. “En un momento en que la homosexualidad ya no es considerada una perversión o una anormalidad, y una vez que el sida ha dejado de ser visto como una pena capital para ser entendido como un terrible accidente histórico y una emergencia médica, la aparición de estos nuevos personajes (cazadores de bichos, donadores virales, buscadores del riesgo, optimistas del sida), personas que siembran alarma con una supuesta liberación de las prácticas del sexo inseguro, conduce a una nueva forma de patologizar la homosexualidad”, opina el teórico estadounidense David Halperin. Nueva forma de patologizar la homosexualidad que si se vale del afán que unos pocos tienen de transmitir el virus (comportamiento criminalizado en muchos países) es porque la subcultura bareback pretende, en su costado más provocador, hacer del contagio una modalidad de reclutamiento.
(In)seguridad sexual
“La única responsabilidad que tengo es conmigo mismo. Yo no soy responsable de tu salud. Vos sos responsable de tu salud. Y si bien conozco gente a la que le excita la idea de pasar el bicho, a mí lo que me calienta es coger sin forro, piel con piel, jugar con la leche, sentir que no hay barreras. Eso me hace sentir libre. La idea de contagiar no me calienta en lo más mínimo. Y nunca me crucé con nadie que dijera buscar contagiarse. Es muy raro eso: que alguien busque contagiarse a propósito. Y si se diera el caso, pensaría más bien que me está mintiendo o jugando con el morbo. Cuando tengo sexo no le pregunto al otro si tiene VIH. No es algo que me importe en realidad, porque si se deja coger sin forro y que le acaben en el culo, lo primero que pensás es que muy probablemente lo tenga. Yo no voy a pensar que alguien que se presta a hacer algo así no tiene nada, porque tiene mucho que perder. Mientras que para alguien como yo la cosa prácticamente no varía... Y con esto no te quiero decir que una vez que te pescás el bicho no te hacés más problemas. En teoría hay que seguir cuidándose, pero bueno... Yo cojo a pelo porque me gusta. No puedo coger con forro. Me incomoda, me molesta.”
Pablo tiene 32 años y hace dos que tiene VIH. Se realiza controles periódicamente, pero debido a lo bajo de su carga viral no ha empezado todavía a tomar antirretrovirales. Eso, dice, reduce el riesgo relativamente. “Pero es el otro el que tiene que cuidarse. No veo por qué debería ser responsabilidad del que tiene VIH aclarar cuál es su condición salvo que se lo pregunten”. Y en ocasiones, de hecho, se lo preguntan, y él dice admitirlo como quien da una contraseña. “A diferencia de las personas con las que tengo sexo casual en un sauna al que voy y en donde no es difícil encontrar chicos dispuestos, de la gente que conozco a través de Internet sí suelo manejar el dato. ‘¿Sos positivo?’, me preguntan, y si les digo que sí enseguida admiten que también lo son. Saberlo suele predisponerlos de otro modo, aunque para mí lo único rescatable de eso es que genera un sentido de camaradería, en el mejor de los casos. Pero yo no tengo por qué andar diciéndole a gente con la que cojo en un sauna y a la que muy probablemente no volveré a ver que tengo VIH. Es una decisión consciente e informada dejarte coger sin forro y que te acaben en el culo. Sos grande y responsable de tus actos, y sabés cuáles pueden ser las consecuencias. Y eso no me genera una incomodidad moral, no me hace sentir malo, porque no es mi intención hacerle daño a nadie. Aunque hay gente resentida a la que sí le excita la idea de dañar al otro. Un chico con el que cojo de vez en cuando, que antes de infectarse era más pasivo, cuando supo que tenía VIH se volvió más activo para poder pasarlo. Y eso te lo dice sin ningún complejo. No tiene reparos en aceptar que le gusta saber que el otro siempre va a llevar algo de él adentro suyo. Y más allá de lo que esto me pueda parecer, ¿qué querés que le diga? ¿Qué puedo decirle yo? Así como no fuerzo a nadie a tener sexo a mí manera, tampoco fuerzo a nadie a ponerse un forro.”
Que haya numerosos estudios que indican que quienes practican bareback son, en su mayor parte, hombres seropositivos, denota que son cada vez más los portadores que desestiman los riesgos del recontagio, sacándose de encima el yugo de la peligrosidad sexual asociada con el virus. Y si bien el desarrollo de los cócteles antirretrovirales ha coincidido históricamente con el surgimiento de estas prácticas sexuales, es erróneo suponerles una relación de causa y efecto. Desde la incomodidad o el cansancio que les produce a algunos el uso del preservativo; la existencia tranquilizadora de un compromiso amoroso; la creencia de que vivir con VIH consiste en tomar tres o cuatro píldoras por día; o el sentimiento de algunos gays de que infectarse es algo inevitable; hasta la despreocupación de ciertos adolescentes que no vivieron de cerca el dramatismo que el sida significó hasta no hace mucho; las formas en que la pornografía incide en los hábitos sexuales; la truculencia del deseo de contagiar o ser contagiado; o los desarreglos propios del más puro hedonismo, los factores que explican un fenómeno como el bareback son múltiples y complejos.
Por éstas y otras razones es posible inferir que la cuota de ignorancia y desconocimiento es más bien accesoria. Pues de lo que se trata, en la mayoría de los casos, es de decisiones sobre la propia seguridad sexual que los individuos toman de manera consciente. De ahí que sea inexacto entender el bareback como el comportamiento específico de tener sexo sin preservativo, en razón de que en él se juega la búsqueda intencional, el “enganche”, la predisposición a tener sexo anal sin protegerse. ¿Si no cómo se explica que en los Estados Unidos hoy en día haya saunas y bares de concurrencia gay en los que se vende Viread, un medicamento que se administra a pacientes con VIH, y que en esos lugares es consumido por personas que saben que van a tener sexo sin protección y que buscan resguardarse de un posible contagio, emulando temerariamente el procedimiento de los médicos cuando prescriben medicación antiviral a modo de profilaxis a quienes han tenido una situación de riesgo?
¿El VIH puede hacernos libres?
Este tipo de comportamientos se encuadra en la progresiva caída de un tabú que ha permitido que el intercambio de semen se volviera, entre los gays, “especial” por lo inusitado. Y si bien alli hay un placer real, cuando no una opción radical por el placer, es necesario preguntarse hasta qué punto el bareback les devuelve a las personas con VIH una sexualidad sin tapujos, y cómo ello se conecta con el riesgo.
El “serosorting” es un término que designa la práctica de quienes escogen parejas sexuales con el mismo estado serológico para poder tener sexo sin preservativo. Pero si en el serosorting la prescindencia en el uso del condón se basa en la percepción real del estado serológico del otro (yo sé que el otro tiene VIH), en el bareback dicha percepción o bien no tiene relevancia o tan sólo es supuesta. Restringir las relaciones sexuales sin protección a parejas seropositivas (lo que se da también, por otro lado, entre personas que no tienen VIH y están en situación de monogamia, y menos en encuentros casuales por la lógica incertidumbre que opera en estos casos) supone la existencia de un presupuesto ético. Hay una elección mutua, informada, consentida. Y allí el riesgo, de existir, se corre a sabiendas.
Pero el dilema surge cuando la convención en la que parecería estar asentada la práctica del bareback, y que podría resumirse en la siguiente fórmula: “toda persona que accede a tener sexo sin preservativo se presume portador del VIH”, se articula con la creencia de que nuestro partenaire sexual sabe o por lo menos debería saber de qué se trata. De ahí lo superfluo que es, en el fondo, saber si el otro es o no seropositivo. Un individualismo de base que desdibuja cualquier certeza sobre hasta dónde llega mi responsabilidad con el otro, y que descansa, con alarmante liviandad, en el derecho a disponer con libertad del propio cuerpo. Después de todo, es el otro el que accede a mantener una relación sexual de la que es difícil que desconozca su cuota de riesgo. ¿O acaso se le escapa a alguien lo tranquilizador que es partir del sofisma de que no es posible contagiar si no hay alguien dispuesto a ser contagiado? Desde este punto de vista, el contagio siempre es una experiencia del otro. Una experiencia de aquel en cuyo cuerpo se inscribe. De aquel que asume el contagio sin por qué saberlo. Una manera efectiva de aligerar conciencias.
La subcultura bareback, en este sentido, ha pergeñado un cambio en las mentalidades con resultados disímiles. Mientras que en la década del ’80 las personas con VIH eran vistas como seres que habían perdido prácticamente su derecho a la sexualidad, hoy ser portador y elegir no cuidarse equivale a adoptar un estilo de vida. Diseñada a partir de códigos propios y de un conjunto de normas y valores, la “comunidad bareback” (una categoría que tiene cada vez mayor resonancia) entraña una forma de consanguinidad en la que tener sexo sin preservativo es apenas una parte del asunto. Allí se confunden los límites entre sexualidad y condición inmunológica (para disfrutar del bareback no sólo hay que olvidarse de que se tiene VIH sino también recordarlo todo el tiempo), y ser portador se articula con la propia identidad sexual de una manera enteramente nueva. En ello pesa la idea de que quien es VIH+ poco tiene que perder frente a riesgos como la reinfección u otras enfermedades de transmisión sexual, consideradas menores. Lo que demuestra hasta qué punto se ha consolidado en los últimos años una manera de pensar que pone en tela de juicio lo que para algunos es un excesivo conservadurismo del discurso médico.
Como dice una vez más David Halperin: “Muchas personas infectadas con el VIH en las grandes ciudades consideran innecesario utilizar condones con otras personas seropositivas. Existe sin embargo el riesgo, no desdeñable, de contraer otras enfermedades sexualmente transmisibles y el riesgo también de la llamada reinfección, y es por ello que la mayoría de los doctores aconsejan el uso del condón entre las personas seropositivas. Pero los casos de personas que con un desarrollo de la enfermedad de más un año puedan luego reinfectarse con una cepa diferente del VIH1 parece poco probable. Al parecer, sólo se han reportado a nivel mundial 16 casos entre 2002 y 2005. Esto es un ejemplo de la manera en que las autoridades médicas vienen recomendando, según un criterio extremadamente conservador, un sexo seguro que pudiera no estar sustentado en una verdad clínica. Y cuando los hombres gays seropositivos descubren maneras de tener lo que para ellos es una vida sexual aceptable e ignoran esos mensajes de prevención conservadores, me parece erróneo considerar que eso signifique el abandono del sexo seguro o una indiferencia frente al riesgo. Se trata más bien de gente que toma decisiones cuidadosas sobre los grados de riesgo que está dispuesta a aceptar en el contexto de una epidemia cambiante”.
¿Pero cómo desconocer que esa relajación de la profilaxis entre personas seropositivas se da en un contexto en que la irresponsabilidad frente al contagio suele ser justificada por la presunción de que el otro también tiene VIH? ¿Qué papel juega esa presunción mecánica e indiferente toda vez que dos extraños se cruzan en una cama y no creen necesario mencionar el tema? Pensar, como Halperin, que “un buen número de hombres gays toman hoy decisiones más sofisticadas y complejas sobre su propia seguridad sexual”, y que éstas “son mucho más sutiles y matizadas que la simple práctica de usar condón todo el tiempo”, de algún modo supone hacer la vista gorda ante la incidencia que el bareback tiene en el crecimiento exponencial de portadores del virus. De hecho, si hoy hubiera que pensar un discurso preventivo destinado a la comunidad gay, no podría pasarse por alto la resignificación cultural de la enfermedad y del sentido de tener sexo sin cuidarse que el bareback viene llevando a cabo. Puesto que, así como los antirretrovirales lograron que el sida dejara de ser una enfermedad mortal a mediados de la década del ’90, hoy el bareback nos quiere hacer creer que ha dejado incluso de ser una amenaza. O lo que es peor: que el VIH puede hacernos libres.
Caminar por la cornisa
En la pornografía es donde el efecto cultural del fenómeno bareback se vuelve más notable. En la multiplicación descontrolada de imágenes pornográficas que posibilita Internet, y en cómo el mercado de las películas XXX para el público gay ha sabido reinventarse a partir del bareback. No en vano, en los últimos diez años, el sexo sin preservativo ha pasado de ser una rareza no exenta de osadía (como lo siguen siendo el bondage, el S/M o las películas de bebedores de pis) a convertirse lisa y llanamente en el género mainstream. Algo que ha motivado que algunos sellos se propusieran rebasar con total desparpajo los límites que instauró la epidemia del sida.
Basta ver una película como Dawson’s 50 Load Weekend, una producción que en 2005 lanzó al mercado el sello estadounidense Treasure Island Media, para comprobarlo. En ella –ya lo dice el título–, su protagonista embolsa cincuenta acabadas en incansables sesiones de sexo grupal que se desarrollan a lo largo de dos días. Un tour de force que comienza con una escena en la que Dawson recibe el esperma de veinte personas luego de que un partenaire sexual le introduce en el recto una cánula transparente con un embudo a través del cual le vierte el contenido de un frasco que el propio Dawson –esto lo vemos luego– ha llenado al cabo de una ronda de felaciones. Ejemplo acabado (con perdón de la ironía) de los extremos a los que las películas de Treasure Island llegan sin que les sea necesario explicitar que la mayor parte de sus actores –si no todos– tienen VIH.
Ya sea deteniéndose en los signos de lipodistrofia de algunos de ellos (el hundimiento de los pómulos que genera la medicación antiviral a largo plazo es, en muchos casos, inconfundible), o sabiendo que hay sellos de porno bareback como Treasure Island que no se preocupan por solicitarles a sus modelos un test de VIH porque asumen directamente que ellos están infectados, lo que llama la atención es cómo el porno gay ya no disimula su intención de erotizar el sida. Una voluntad que no se ve en la pornografía heterosexual, tradicionalmente más desatenta al uso del preservativo, la cual más allá de algún que otro escándalo por contagios en el set no ha suscitado, ni de lejos, el pánico moral que el bareback viene causando entre los homosexuales. Tal vez porque no existe un discurso que desde la heterosexualidad se proponga coquetear con la enfermedad como sí lo hace la subcultura bareback. O porque sencillamente el VIH nunca fue, en términos simbólicos, una patología específicamente heterosexual, mientras que sí fue alguna vez una “peste rosa”.
Es en la prédica que quiere hacer del contagio una forma de liberación sexual (extremo al que algunos llegan en su apología del sexo sin preservativo) donde lo escandaloso se toca con el hecho de que aún se espera de los gays una mayor conciencia. ¿O acaso no hay en ese mandato de sexo seguro que tan particularmente ha pesado sobre nosotros una forma de preservación ligada al modo en que el VIH fue, en sus comienzos, una variante del estigma? De ahí que el bareback cargue con el agravante de reposicionar y resignificar a los gays como “grupo de riesgo”. Algo a lo que la pornografía contribuye vendiéndonos un plus de excitación con todos esos hombres que parecen tan dispuestos a caminar por la cornisa.
No en vano Paul Morris, creador de Treasure Island, una suerte de Thomas Pynchon de la industria del porno al que no se le conoce la cara ni por foto, declaró en un reportaje: “La nueva virginidad es ser VIH negativo”. Una boutade que condensa la fantasía sexual que el bareback ha generado en torno de la seroconversión, ritualizándola en algunos casos, y exacerbando lo que Foucault llamaba con desprecio “el machismo de la orgullosa eyaculación masculina”.
Allí lo que hay es una idiosincrasia de la pulsión de muerte. Una jactancia frente a la enfermedad que busca devolverle a la homosexualidad algo de su antiguo poder transgresivo y arremeter, de paso, contra la normalidad gay por un flanco sensible. Pero ¿cuánto hay de político en el bareback? ¿De qué signo es la subversión sexual que dice proponerse? ¿Y en qué sentido es liberador tener sexo sin cuidarse? Preguntas que remiten a lo que sin duda es uno de los núcleos más perturbadores del asunto: la idea de que enfermarse puede llegar a ser sexy.
(Fuente: SOY - pagina12.com.ar)
Entre el grito de placer, el gesto de rebeldía y la inconsciencia sanitaria, esta práctica crece y se hace oír en las imágenes de la pornografía que ha dejado de usar condón, en los saunas, en reuniones privadas y en páginas de Internet donde esta nueva comunidad se aglutina. La ilusión de que enfermarse puede llegar a ser sexy contribuye a posicionar nuevamente a las personas gays en los estigmatizantes “grupos de riesgo”.
Para asustarnos mejor, el fantasma del sida ha tenido encarnaciones. Una de ellas, digamos, es el Hombre de la Aguja: el enfermo que deja jeringas con sangre infectada en lugares insospechados para escarmentar a los sanos. Agujas hipodérmicas dispuestas en la ranura para las monedas de un teléfono público. O en la butaca del cine. O en la arena de la playa. Y que sus víctimas pisan, o se les sientan encima, o se las clavan en el dedo como en el cuento la Bella Durmiente del bosque.
Está claro que en el mito del enfermo de sida deseoso de transmitir su enfermedad hay un trasfondo moralizante, cierto afán de estigmatizar y, sobre todo, morbosidad paranoica. No en vano, cada tanto, alguien echa a correr la noticia de que atraparon en los Estados Unidos a un hombre poniendo sangre infectada en el ponche en una fiesta de graduación, o inyectando envases de ketchup en un supermercado en Alemania. Y todo porque se omite el detalle de que el virus apenas si puede sobrevivir fuera del cuerpo unos pocos segundos, del mismo modo en que algunos insisten en imaginarlo como un bichito pérfido capaz de atravesar, en una relación sexual, los poros microscópicos que hay supuestamente en el látex.
Hace ya un tiempo, una variante de ese mito asociado con el sida ha tomado por asalto el imaginario de los homosexuales: la existencia de personas que buscan contagiarse a propósito y establecer con aquellos que han aceptado contagiarlos un vínculo de “paternidad”, como si el traspaso del virus imitara la conversión que en la literatura los vampiros hacen con su propia sangre. Mito a través del cual se ha dado a conocer la subcultura bareback, ese lado B de la buena conciencia gay, cuyo lema consiste en reivindicar el sexo sin preservativo, desoyendo el discurso de prevención con respecto al VIH.
Un fenómeno que ha dado por tierra con la regla de oro que la industria del porno gay supo imponerse luego de la irrupción del sida, a principios de la década del ’80, que consistía en acordar en las escenas de sexo anal el uso de preservativo (hoy en el 60 por ciento de las películas porno gay que se filman en el mundo no se toma ese recaudo), y que viene expandiéndose también a la par de foros y páginas de contactos en Internet (como www.barebackrt.com, la primera página exclusiva para barebackers) en donde se promueve y reivindica esta forma de tener sexo. Algo que además de contradecir lo que se ha hecho históricamente desde la comunidad gay para alertar sobre los peligros del VIH puede resultar aún más sorprendente si se tiene en cuenta que la mayoría de quienes lo practican son portadores del virus.
No es casual, entonces, que la atención de los medios hacia el fenómeno se haya relamido tanto con su parte más morbosa. Haciendo foco en la jerga con la que el contagio es representado mediante las metáforas del embarazo o la fecundación, y a quien contagia (gift giver o “dador del regalo”) como alguien que asume su paternidad sobre aquel que ha aceptado el virus como un don (bug chaser o “cazador del bicho”) en un intercambio de común acuerdo, el bareback ha sido asociado, en la mayoría de los casos, con el libertinaje sexual y la indiferencia total frente al riesgo. Incluso, como algunos militantes de la causa pretenden, comportaría un desafío al statu quo. Una burla al deseo de casarse y tener hijos de tantos homosexuales que se vería reflejada, cínicamente, en esas postales seudofamiliares que se heredarían junto al tipo de cepa.
Ultimo avatar del mito del “gay fuera de la ley”, el bareback tiende así a elaborar una figura de la trasgresión que mina las mensajes de prevención del VIH, fetichizando no sólo el sexo sin condón sino también el intercambio de fluidos. Pero de ahí a creer que todo se reduce a personas para las cuales contagiarse o contagiar puede ser parte de un ritual de iniciación hay una gran diferencia. Aunque precisamente allí es donde el discurso homofóbico se planta para denunciar el riesgo que los gays han pasado a constituir incluso para sí mismos. “En un momento en que la homosexualidad ya no es considerada una perversión o una anormalidad, y una vez que el sida ha dejado de ser visto como una pena capital para ser entendido como un terrible accidente histórico y una emergencia médica, la aparición de estos nuevos personajes (cazadores de bichos, donadores virales, buscadores del riesgo, optimistas del sida), personas que siembran alarma con una supuesta liberación de las prácticas del sexo inseguro, conduce a una nueva forma de patologizar la homosexualidad”, opina el teórico estadounidense David Halperin. Nueva forma de patologizar la homosexualidad que si se vale del afán que unos pocos tienen de transmitir el virus (comportamiento criminalizado en muchos países) es porque la subcultura bareback pretende, en su costado más provocador, hacer del contagio una modalidad de reclutamiento.
(In)seguridad sexual
“La única responsabilidad que tengo es conmigo mismo. Yo no soy responsable de tu salud. Vos sos responsable de tu salud. Y si bien conozco gente a la que le excita la idea de pasar el bicho, a mí lo que me calienta es coger sin forro, piel con piel, jugar con la leche, sentir que no hay barreras. Eso me hace sentir libre. La idea de contagiar no me calienta en lo más mínimo. Y nunca me crucé con nadie que dijera buscar contagiarse. Es muy raro eso: que alguien busque contagiarse a propósito. Y si se diera el caso, pensaría más bien que me está mintiendo o jugando con el morbo. Cuando tengo sexo no le pregunto al otro si tiene VIH. No es algo que me importe en realidad, porque si se deja coger sin forro y que le acaben en el culo, lo primero que pensás es que muy probablemente lo tenga. Yo no voy a pensar que alguien que se presta a hacer algo así no tiene nada, porque tiene mucho que perder. Mientras que para alguien como yo la cosa prácticamente no varía... Y con esto no te quiero decir que una vez que te pescás el bicho no te hacés más problemas. En teoría hay que seguir cuidándose, pero bueno... Yo cojo a pelo porque me gusta. No puedo coger con forro. Me incomoda, me molesta.”
Pablo tiene 32 años y hace dos que tiene VIH. Se realiza controles periódicamente, pero debido a lo bajo de su carga viral no ha empezado todavía a tomar antirretrovirales. Eso, dice, reduce el riesgo relativamente. “Pero es el otro el que tiene que cuidarse. No veo por qué debería ser responsabilidad del que tiene VIH aclarar cuál es su condición salvo que se lo pregunten”. Y en ocasiones, de hecho, se lo preguntan, y él dice admitirlo como quien da una contraseña. “A diferencia de las personas con las que tengo sexo casual en un sauna al que voy y en donde no es difícil encontrar chicos dispuestos, de la gente que conozco a través de Internet sí suelo manejar el dato. ‘¿Sos positivo?’, me preguntan, y si les digo que sí enseguida admiten que también lo son. Saberlo suele predisponerlos de otro modo, aunque para mí lo único rescatable de eso es que genera un sentido de camaradería, en el mejor de los casos. Pero yo no tengo por qué andar diciéndole a gente con la que cojo en un sauna y a la que muy probablemente no volveré a ver que tengo VIH. Es una decisión consciente e informada dejarte coger sin forro y que te acaben en el culo. Sos grande y responsable de tus actos, y sabés cuáles pueden ser las consecuencias. Y eso no me genera una incomodidad moral, no me hace sentir malo, porque no es mi intención hacerle daño a nadie. Aunque hay gente resentida a la que sí le excita la idea de dañar al otro. Un chico con el que cojo de vez en cuando, que antes de infectarse era más pasivo, cuando supo que tenía VIH se volvió más activo para poder pasarlo. Y eso te lo dice sin ningún complejo. No tiene reparos en aceptar que le gusta saber que el otro siempre va a llevar algo de él adentro suyo. Y más allá de lo que esto me pueda parecer, ¿qué querés que le diga? ¿Qué puedo decirle yo? Así como no fuerzo a nadie a tener sexo a mí manera, tampoco fuerzo a nadie a ponerse un forro.”
Que haya numerosos estudios que indican que quienes practican bareback son, en su mayor parte, hombres seropositivos, denota que son cada vez más los portadores que desestiman los riesgos del recontagio, sacándose de encima el yugo de la peligrosidad sexual asociada con el virus. Y si bien el desarrollo de los cócteles antirretrovirales ha coincidido históricamente con el surgimiento de estas prácticas sexuales, es erróneo suponerles una relación de causa y efecto. Desde la incomodidad o el cansancio que les produce a algunos el uso del preservativo; la existencia tranquilizadora de un compromiso amoroso; la creencia de que vivir con VIH consiste en tomar tres o cuatro píldoras por día; o el sentimiento de algunos gays de que infectarse es algo inevitable; hasta la despreocupación de ciertos adolescentes que no vivieron de cerca el dramatismo que el sida significó hasta no hace mucho; las formas en que la pornografía incide en los hábitos sexuales; la truculencia del deseo de contagiar o ser contagiado; o los desarreglos propios del más puro hedonismo, los factores que explican un fenómeno como el bareback son múltiples y complejos.
Por éstas y otras razones es posible inferir que la cuota de ignorancia y desconocimiento es más bien accesoria. Pues de lo que se trata, en la mayoría de los casos, es de decisiones sobre la propia seguridad sexual que los individuos toman de manera consciente. De ahí que sea inexacto entender el bareback como el comportamiento específico de tener sexo sin preservativo, en razón de que en él se juega la búsqueda intencional, el “enganche”, la predisposición a tener sexo anal sin protegerse. ¿Si no cómo se explica que en los Estados Unidos hoy en día haya saunas y bares de concurrencia gay en los que se vende Viread, un medicamento que se administra a pacientes con VIH, y que en esos lugares es consumido por personas que saben que van a tener sexo sin protección y que buscan resguardarse de un posible contagio, emulando temerariamente el procedimiento de los médicos cuando prescriben medicación antiviral a modo de profilaxis a quienes han tenido una situación de riesgo?
¿El VIH puede hacernos libres?
Este tipo de comportamientos se encuadra en la progresiva caída de un tabú que ha permitido que el intercambio de semen se volviera, entre los gays, “especial” por lo inusitado. Y si bien alli hay un placer real, cuando no una opción radical por el placer, es necesario preguntarse hasta qué punto el bareback les devuelve a las personas con VIH una sexualidad sin tapujos, y cómo ello se conecta con el riesgo.
El “serosorting” es un término que designa la práctica de quienes escogen parejas sexuales con el mismo estado serológico para poder tener sexo sin preservativo. Pero si en el serosorting la prescindencia en el uso del condón se basa en la percepción real del estado serológico del otro (yo sé que el otro tiene VIH), en el bareback dicha percepción o bien no tiene relevancia o tan sólo es supuesta. Restringir las relaciones sexuales sin protección a parejas seropositivas (lo que se da también, por otro lado, entre personas que no tienen VIH y están en situación de monogamia, y menos en encuentros casuales por la lógica incertidumbre que opera en estos casos) supone la existencia de un presupuesto ético. Hay una elección mutua, informada, consentida. Y allí el riesgo, de existir, se corre a sabiendas.
Pero el dilema surge cuando la convención en la que parecería estar asentada la práctica del bareback, y que podría resumirse en la siguiente fórmula: “toda persona que accede a tener sexo sin preservativo se presume portador del VIH”, se articula con la creencia de que nuestro partenaire sexual sabe o por lo menos debería saber de qué se trata. De ahí lo superfluo que es, en el fondo, saber si el otro es o no seropositivo. Un individualismo de base que desdibuja cualquier certeza sobre hasta dónde llega mi responsabilidad con el otro, y que descansa, con alarmante liviandad, en el derecho a disponer con libertad del propio cuerpo. Después de todo, es el otro el que accede a mantener una relación sexual de la que es difícil que desconozca su cuota de riesgo. ¿O acaso se le escapa a alguien lo tranquilizador que es partir del sofisma de que no es posible contagiar si no hay alguien dispuesto a ser contagiado? Desde este punto de vista, el contagio siempre es una experiencia del otro. Una experiencia de aquel en cuyo cuerpo se inscribe. De aquel que asume el contagio sin por qué saberlo. Una manera efectiva de aligerar conciencias.
La subcultura bareback, en este sentido, ha pergeñado un cambio en las mentalidades con resultados disímiles. Mientras que en la década del ’80 las personas con VIH eran vistas como seres que habían perdido prácticamente su derecho a la sexualidad, hoy ser portador y elegir no cuidarse equivale a adoptar un estilo de vida. Diseñada a partir de códigos propios y de un conjunto de normas y valores, la “comunidad bareback” (una categoría que tiene cada vez mayor resonancia) entraña una forma de consanguinidad en la que tener sexo sin preservativo es apenas una parte del asunto. Allí se confunden los límites entre sexualidad y condición inmunológica (para disfrutar del bareback no sólo hay que olvidarse de que se tiene VIH sino también recordarlo todo el tiempo), y ser portador se articula con la propia identidad sexual de una manera enteramente nueva. En ello pesa la idea de que quien es VIH+ poco tiene que perder frente a riesgos como la reinfección u otras enfermedades de transmisión sexual, consideradas menores. Lo que demuestra hasta qué punto se ha consolidado en los últimos años una manera de pensar que pone en tela de juicio lo que para algunos es un excesivo conservadurismo del discurso médico.
Como dice una vez más David Halperin: “Muchas personas infectadas con el VIH en las grandes ciudades consideran innecesario utilizar condones con otras personas seropositivas. Existe sin embargo el riesgo, no desdeñable, de contraer otras enfermedades sexualmente transmisibles y el riesgo también de la llamada reinfección, y es por ello que la mayoría de los doctores aconsejan el uso del condón entre las personas seropositivas. Pero los casos de personas que con un desarrollo de la enfermedad de más un año puedan luego reinfectarse con una cepa diferente del VIH1 parece poco probable. Al parecer, sólo se han reportado a nivel mundial 16 casos entre 2002 y 2005. Esto es un ejemplo de la manera en que las autoridades médicas vienen recomendando, según un criterio extremadamente conservador, un sexo seguro que pudiera no estar sustentado en una verdad clínica. Y cuando los hombres gays seropositivos descubren maneras de tener lo que para ellos es una vida sexual aceptable e ignoran esos mensajes de prevención conservadores, me parece erróneo considerar que eso signifique el abandono del sexo seguro o una indiferencia frente al riesgo. Se trata más bien de gente que toma decisiones cuidadosas sobre los grados de riesgo que está dispuesta a aceptar en el contexto de una epidemia cambiante”.
¿Pero cómo desconocer que esa relajación de la profilaxis entre personas seropositivas se da en un contexto en que la irresponsabilidad frente al contagio suele ser justificada por la presunción de que el otro también tiene VIH? ¿Qué papel juega esa presunción mecánica e indiferente toda vez que dos extraños se cruzan en una cama y no creen necesario mencionar el tema? Pensar, como Halperin, que “un buen número de hombres gays toman hoy decisiones más sofisticadas y complejas sobre su propia seguridad sexual”, y que éstas “son mucho más sutiles y matizadas que la simple práctica de usar condón todo el tiempo”, de algún modo supone hacer la vista gorda ante la incidencia que el bareback tiene en el crecimiento exponencial de portadores del virus. De hecho, si hoy hubiera que pensar un discurso preventivo destinado a la comunidad gay, no podría pasarse por alto la resignificación cultural de la enfermedad y del sentido de tener sexo sin cuidarse que el bareback viene llevando a cabo. Puesto que, así como los antirretrovirales lograron que el sida dejara de ser una enfermedad mortal a mediados de la década del ’90, hoy el bareback nos quiere hacer creer que ha dejado incluso de ser una amenaza. O lo que es peor: que el VIH puede hacernos libres.
Caminar por la cornisa
En la pornografía es donde el efecto cultural del fenómeno bareback se vuelve más notable. En la multiplicación descontrolada de imágenes pornográficas que posibilita Internet, y en cómo el mercado de las películas XXX para el público gay ha sabido reinventarse a partir del bareback. No en vano, en los últimos diez años, el sexo sin preservativo ha pasado de ser una rareza no exenta de osadía (como lo siguen siendo el bondage, el S/M o las películas de bebedores de pis) a convertirse lisa y llanamente en el género mainstream. Algo que ha motivado que algunos sellos se propusieran rebasar con total desparpajo los límites que instauró la epidemia del sida.
Basta ver una película como Dawson’s 50 Load Weekend, una producción que en 2005 lanzó al mercado el sello estadounidense Treasure Island Media, para comprobarlo. En ella –ya lo dice el título–, su protagonista embolsa cincuenta acabadas en incansables sesiones de sexo grupal que se desarrollan a lo largo de dos días. Un tour de force que comienza con una escena en la que Dawson recibe el esperma de veinte personas luego de que un partenaire sexual le introduce en el recto una cánula transparente con un embudo a través del cual le vierte el contenido de un frasco que el propio Dawson –esto lo vemos luego– ha llenado al cabo de una ronda de felaciones. Ejemplo acabado (con perdón de la ironía) de los extremos a los que las películas de Treasure Island llegan sin que les sea necesario explicitar que la mayor parte de sus actores –si no todos– tienen VIH.
Ya sea deteniéndose en los signos de lipodistrofia de algunos de ellos (el hundimiento de los pómulos que genera la medicación antiviral a largo plazo es, en muchos casos, inconfundible), o sabiendo que hay sellos de porno bareback como Treasure Island que no se preocupan por solicitarles a sus modelos un test de VIH porque asumen directamente que ellos están infectados, lo que llama la atención es cómo el porno gay ya no disimula su intención de erotizar el sida. Una voluntad que no se ve en la pornografía heterosexual, tradicionalmente más desatenta al uso del preservativo, la cual más allá de algún que otro escándalo por contagios en el set no ha suscitado, ni de lejos, el pánico moral que el bareback viene causando entre los homosexuales. Tal vez porque no existe un discurso que desde la heterosexualidad se proponga coquetear con la enfermedad como sí lo hace la subcultura bareback. O porque sencillamente el VIH nunca fue, en términos simbólicos, una patología específicamente heterosexual, mientras que sí fue alguna vez una “peste rosa”.
Es en la prédica que quiere hacer del contagio una forma de liberación sexual (extremo al que algunos llegan en su apología del sexo sin preservativo) donde lo escandaloso se toca con el hecho de que aún se espera de los gays una mayor conciencia. ¿O acaso no hay en ese mandato de sexo seguro que tan particularmente ha pesado sobre nosotros una forma de preservación ligada al modo en que el VIH fue, en sus comienzos, una variante del estigma? De ahí que el bareback cargue con el agravante de reposicionar y resignificar a los gays como “grupo de riesgo”. Algo a lo que la pornografía contribuye vendiéndonos un plus de excitación con todos esos hombres que parecen tan dispuestos a caminar por la cornisa.
No en vano Paul Morris, creador de Treasure Island, una suerte de Thomas Pynchon de la industria del porno al que no se le conoce la cara ni por foto, declaró en un reportaje: “La nueva virginidad es ser VIH negativo”. Una boutade que condensa la fantasía sexual que el bareback ha generado en torno de la seroconversión, ritualizándola en algunos casos, y exacerbando lo que Foucault llamaba con desprecio “el machismo de la orgullosa eyaculación masculina”.
Allí lo que hay es una idiosincrasia de la pulsión de muerte. Una jactancia frente a la enfermedad que busca devolverle a la homosexualidad algo de su antiguo poder transgresivo y arremeter, de paso, contra la normalidad gay por un flanco sensible. Pero ¿cuánto hay de político en el bareback? ¿De qué signo es la subversión sexual que dice proponerse? ¿Y en qué sentido es liberador tener sexo sin cuidarse? Preguntas que remiten a lo que sin duda es uno de los núcleos más perturbadores del asunto: la idea de que enfermarse puede llegar a ser sexy.
(Fuente: SOY - pagina12.com.ar)
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