El objetivo principal de los estudios serios sobre familias homoparentales es el de comprobar si los niños se desarrollan igual que en otros tipos de familia; fundamentalmente, igual que en la familia nuclear, la del papá y la mamá. Al parecer, los puntos conflictivos son tres: el desarrollo de la identidad de género, el de su roles correspondientes y la construcción de la orientación sexual. Así, en las investigaciones se pretende verificar si los niños criados por una pareja homosexual diferencian bien entre los conceptos de hombre y mujer, si se comportan de la manera que la sociedad define como adecuada para su sexo, y si desarrollan una orientación heterosexual. Para regocijo de la mayoría, el resultado suele ser afirmativo, lo cual avalaría la idoneidad de las familias homoparentales. Pero ahora la pregunta sería, ¿de verdad hacemos bien eso que dicen que hacemos bien?
En primer lugar, los psicólogos señalan que la distinción entre hombre y mujer es un concepto básico que debe alcanzarse cuanto antes en la infancia. Sin embargo, la única razón por la que este concepto es más importante que la distinción entre la nieve y el aguachirri (determinante para algunas culturas, por cierto) es que nuestras sociedades le dan una importancia suprema.
En primer lugar, los psicólogos señalan que la distinción entre hombre y mujer es un concepto básico que debe alcanzarse cuanto antes en la infancia. Sin embargo, la única razón por la que este concepto es más importante que la distinción entre la nieve y el aguachirri (determinante para algunas culturas, por cierto) es que nuestras sociedades le dan una importancia suprema.
Pero, ¿queremos que se la sigan dando? ¿O preferimos cuestionarnos esas diferencias entre hombres y mujeres? ¿Acaso no sería mucho más sano que relativizásemos qué es ser un hombre y qué es ser una mujer? Sobre todo teniendo en cuenta que, en el concepto infantil de la diferencia de sexo, se mezclan ideas como que ser un hombre es llevar pantalón, tener mucha fuerza, jugar al fútbol y realizar actividades arriesgadas, mientras que ser una mujer es tener el pelo largo, ser pusilánime, hacer la cena y cuidar de todo el mundo. No, los niños no basan las diferencias entre hombre y mujer en los cromosomas o los caracteres sexuales secundarios; y para cuando alcanzan estos conocimientos, los otros, los prototípicos, ya han echado raíces en su inconsciente. Así que, ¿realmente deberíamos sentirnos orgullosos de que los psicólogos nos den una palmadita en la espalda por haber transmitido a nuestros hijos esas ideas, las mismas que tanto nos hicieron sufrir cuando alguien nos dijo que las niñas no jugaban a los coches, que los niños no lloraban sino que pegaban a quien les hiciese daño, que a una niña no le puede gustar otra niña porque las niñas sólo les gustan a los niños…?
El segundo punto tiene que ver con el anterior, pero resulta aún más frustrante. Al fin y al cabo, se podría pensar que la definición de qué es un hombre y qué es una mujer es sólo un concepto, pero es que los estudios sobre familias homoparentales también se alegran de que nuestros hijos distingan entre actividades típicamente femeninas y actividades típicamente masculinas. Y nos preguntamos, ¿cuáles son esas actividades? ¿Cruzarse de piernas? ¿Reírse con la boca tapada? ¿Barrer la casa? ¿Comprar el periódico? ¿Mear de pie? ¿Trabajar en una oficina? ¿Cambiar un pañal? ¿Enseñar en la Universidad? ¿Parir? Sean cuales sean, y con escasas excepciones, ¿acaso no se dirigían nuestras sociedades hacia la eliminación de las diferencias entre hombres y mujeres? ¿No se felicitaban por tener una mujer en un cargo poderoso o porque un hombre decidiese pedir un permiso de paternidad? Entonces, ¿cómo es que esas misma sociedades nos aplauden cuando reproducimos los roles tradicionales, esos con los que llevamos media vida luchando, porque una mujer no hace bricolaje pero a ver quién pone el cuadro en el salón, porque un hombre no puede preparar una papilla pero a ver si no qué cena el bebé…?
Para terminar, los psicólogos nos dedican una ovación colectiva cuando se comprueba que nuestro niño es heterosexual, ovación a la que muchos padres y madres homosexuales responden con una sonrisa de orgullo por haber sido capaz de criar un niño “normal”. Y sin embargo, ¿no estábamos de acuerdo en que no era culpa de nuestros padres el hecho de que nos gustasen las personas de nuestro mismo sexo, no lo atribuíamos a una casualidad, tal vez genética, que ni la educación familiar ni ninguna terapia podía cambiar? Entonces, ¿por qué deberíamos sentirnos mejor si nuestro hijo o nuestra hija fuese heterosexual, teniendo en cuenta que, de la misma manera, en nada hemos contribuido a ello, y si a nuestros padres no se les podía culpar, a nosotros no se nos puede felicitar? Además, si creemos, como decimos que creemos, que un 10% de la población es homosexual, ¿no será también un 10% de nuestros hijos gays o lesbianas? ¿Y no estarán distribuidos al azar, tal y como lo estamos el resto de homosexuales criados en una familia heteroparental? Todo esto sin mencionar el hecho de que, si para nosotros no es malo ser lesbiana, ser gay, ¿por qué debería serlo para nuestros hijos? ¿No deberíamos sentirnos aliviados de que, en la ruleta de la familia, les haya tocado en suerte una que les criará en libertad, que les respetará, que les apoyará en todo momento, y que, para terminar de bordarlo, hasta les servirá de modelo y refuerzo positivo…?
Se entiende que las familias homoparentales estamos permanentemente en el punto de mira, y que granjearnos el visto bueno de la sociedad es necesario, muchas veces, para nuestra mera supervivencia. Sin embargo, deberíamos permanecer alerta ante un exceso de complacencia, y revisar constantemente hasta qué punto no reproducimos los mismos modelos, las mismas ideas que nos discriminan y decimos combatir.
Si queremos legarles a nuestros hijos un mundo mejor, empecemos por ofrecerles desde el principio una familia mejor. Porque la felicidad de las familias y de cada uno de sus miembros no radica en que se sepan hombres o mujeres, en que actúen como tales, o en su orientación sexual.
El segundo punto tiene que ver con el anterior, pero resulta aún más frustrante. Al fin y al cabo, se podría pensar que la definición de qué es un hombre y qué es una mujer es sólo un concepto, pero es que los estudios sobre familias homoparentales también se alegran de que nuestros hijos distingan entre actividades típicamente femeninas y actividades típicamente masculinas. Y nos preguntamos, ¿cuáles son esas actividades? ¿Cruzarse de piernas? ¿Reírse con la boca tapada? ¿Barrer la casa? ¿Comprar el periódico? ¿Mear de pie? ¿Trabajar en una oficina? ¿Cambiar un pañal? ¿Enseñar en la Universidad? ¿Parir? Sean cuales sean, y con escasas excepciones, ¿acaso no se dirigían nuestras sociedades hacia la eliminación de las diferencias entre hombres y mujeres? ¿No se felicitaban por tener una mujer en un cargo poderoso o porque un hombre decidiese pedir un permiso de paternidad? Entonces, ¿cómo es que esas misma sociedades nos aplauden cuando reproducimos los roles tradicionales, esos con los que llevamos media vida luchando, porque una mujer no hace bricolaje pero a ver quién pone el cuadro en el salón, porque un hombre no puede preparar una papilla pero a ver si no qué cena el bebé…?
Para terminar, los psicólogos nos dedican una ovación colectiva cuando se comprueba que nuestro niño es heterosexual, ovación a la que muchos padres y madres homosexuales responden con una sonrisa de orgullo por haber sido capaz de criar un niño “normal”. Y sin embargo, ¿no estábamos de acuerdo en que no era culpa de nuestros padres el hecho de que nos gustasen las personas de nuestro mismo sexo, no lo atribuíamos a una casualidad, tal vez genética, que ni la educación familiar ni ninguna terapia podía cambiar? Entonces, ¿por qué deberíamos sentirnos mejor si nuestro hijo o nuestra hija fuese heterosexual, teniendo en cuenta que, de la misma manera, en nada hemos contribuido a ello, y si a nuestros padres no se les podía culpar, a nosotros no se nos puede felicitar? Además, si creemos, como decimos que creemos, que un 10% de la población es homosexual, ¿no será también un 10% de nuestros hijos gays o lesbianas? ¿Y no estarán distribuidos al azar, tal y como lo estamos el resto de homosexuales criados en una familia heteroparental? Todo esto sin mencionar el hecho de que, si para nosotros no es malo ser lesbiana, ser gay, ¿por qué debería serlo para nuestros hijos? ¿No deberíamos sentirnos aliviados de que, en la ruleta de la familia, les haya tocado en suerte una que les criará en libertad, que les respetará, que les apoyará en todo momento, y que, para terminar de bordarlo, hasta les servirá de modelo y refuerzo positivo…?
Se entiende que las familias homoparentales estamos permanentemente en el punto de mira, y que granjearnos el visto bueno de la sociedad es necesario, muchas veces, para nuestra mera supervivencia. Sin embargo, deberíamos permanecer alerta ante un exceso de complacencia, y revisar constantemente hasta qué punto no reproducimos los mismos modelos, las mismas ideas que nos discriminan y decimos combatir.
Si queremos legarles a nuestros hijos un mundo mejor, empecemos por ofrecerles desde el principio una familia mejor. Porque la felicidad de las familias y de cada uno de sus miembros no radica en que se sepan hombres o mujeres, en que actúen como tales, o en su orientación sexual.
(Fuente: Encantada - culturalesbiana.blogsome.com)
(Fotos: Mónica Carretero - monicacarretero.blogspot.com)
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